- A Isen Ravelo (Porque sé que odias la agonía)
Aquella cabeza odiaba el pelo negro, se mostraba enfurecida cuando el espejo le juraba que aún no dominaba la madurez de las canas. Su cara adusta pecaba de ser graciosa, le gustaba fingir indiferencia a la vida con muecas de dolor como los infames, los victimarios y algunos animales que por error meten una pata en el asadero. Una chispa enrojecida advertía que sus ojos flamantes estaban abiertos. Con un sonido de asco mostraba su lengua de fuego, mientras su acción de odio era vista como estupidez.
Agradecí a mi corazón no haber latido tan rápido, ¿se me está acabando el amor o estoy ganando confianza? Antes de responderme mi cerebro se detuvo, y volvió a funcionar cuando lo tenía ya enfrente. Apenas tuve chance de recoger la saliva de mis labios, y aunque no tenía claro quién era, había caído en cuenta que era el mejor besador.
Las agujas como de costumbre continuaron en su afán indeseable de medir abstracciones, aunque mis ojos extasiados y curiosos avisaron en mi mano izquierda unas manecillas muertas; el tiempo para mí se había detenido.
El vacuo carácter que le confiere la palabra no era necesario, la tendencia a lo efímero no era lo suyo. Abrazaba otras formas de lenguaje menos humanas, alejadas de lo diáfano, aunque comulga con oscuras comunicaciones prístinas. Su pelo, su piel, su aliento, aún cuando su lengua se mantenía entre la cárcel de dientes enardecida en un fuego que no la consume y en un odio irreparable, todo su cuerpo era una forma de expresión, una manifestación sumergida en la decadencia incomprensible, él era hermoso.
¿Por qué a la gente le gusta que le besen el cuello cuando hay otros lugares donde no se puede disimular? Él lo tenía claro, y mi pecho consciente de su humedad producto de la sangre que a borbotones manaba de mi cara bombardeaba al ritmo del corazón tronadas de amor. Mi cara cuarteada le suplicaba que le desprendiera más cuajos de carne. No quiero saber de conjuros, ni oraciones de campo que alejen lo malo, él se merece un poco de cada uno de los demás, y a mí me merece completo.
Sonidos impertinentes semejantes a los de un flash se elevaron del suelo y trataron de interrumpirme, me desconcentraron. Estábamos abrazados a seis metros en el aire. Un ligero “bum” del corazón le advirtió mi desconfianza, y su cola incandescente rodeo mi cintura para darme protección y seguridad, me sentí amado.
Los curiosos que “flasheaban” en el fondo no fueron ni grillos en la noche, simplemente dejaron de existir, como todo lo demás.
Después de haber descubierto el infierno que apunta al cielo vacío de un Dios ateo, le vi alejarse entre la muchedumbre que le abrían paso por su demoníaco aspecto, y por los gusanos que caían sobre su cuerpo de fuego sin chamuscarse. Me sorprendí en el suelo borracho, fuera de control, sin ropa, carente de equilibrio y con la carne concupiscente y trémula. Pedir auxilio nunca fue una opción, sólo quería regresar a aquel aliento pútrido y fétido que me era irresistible. Cerré los ojos para descender con él a su morada y convivir en esclavitud en su reinado. Muchos, realizan trueques para entregarle lo poco que poseen, yo había decidido dárselo a cambio de nada.
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